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caballero de París

Un caballero de París en pleno corazón habanero

A unos pasos de la Basílica Menor del Convento de San Francisco de Asís, una escultura en bronce rinde homenaje a uno de los personajes más populares de la Habana.

La Estatua del Caballero de París es de gran popularidad entre los citadinos y extranjeros que visitan el Centro Histórico de la Capital Cubana, y es usual que le tomen su mano o su barba, para pedir un deseo, o para simplemente tomarse una foto con él.

Y es que El Caballero de París, es un personaje que se ha merecido un lugar prominente dentro del imaginario colectivo cubano, formando parte de esas legendarias figuras callejeras, que en tantas ciudades han dejado su huella.

¿Quién fue este sujeto?

Pues lo primero que sería justo señalar es que no era galo, sino español. Su nombre real era José María López y Lledín, y tuvo como sitio de nacimiento a la provincia de Lugo, en España, en los días finales de 1899.

Siendo un jovenzuelo, llegó a Cuba en busca de mejores condiciones de vida, a partir del florecimiento económico que a inicios del siglo XX registró la joven república. Desde un primer momento se dice que tuvo varias ocupaciones sin que ninguna de ellas le diera la estabilidad esperada.

Nadie puede decir a ciencia cierta cómo fue que llegar a estar en prisión, aunque muchos sostienen que se trató de una injusticia que le traería ciertos desequilibrios mentales, que le irían alimentando un afán de grandeza con el paso de los años.

Al ser liberado, tras ocho años de pena, le resultó aún mucho más difícil encontrar trabajo y estabilidad, de modo tal que comenzó a deambular por las calles de la vieja capital cubana, con un comportamiento realmente inusual y verdaderamente pintoresco.

 

caballero parís

 

Nadie ha podido explicar de dónde le vinieron aquellos saberes que de la noche a la mañana comenzó a manifestar. Llamaba la atención su educación, su vasta cultura y el portento de una comunicación fluida y grandilocuente, que le ganó el afecto de varias generaciones de habaneros.

De hecho, no merodeaba por cualquier lugar de la urbe, sino por “sitios selectos que estuviesen a la altura de su linaje” según decía. De tal suerte se le veía transitar a cualquier hora del día o de la noche por el Paseo del Prado, la Plaza de Armas, la Avenida del Puerto; por las inmediaciones de la Iglesia de Paula o por el Parque Central.

Era este último sitio, el que escogía para dormir en aquellas ocasiones en que sus pasos lo alejaban demasiado de la parte colonial de la ciudad y se iba hasta las calles Muralla, Infanta y San Lázaro, o bien por el Vedado.

Este personaje retaba los tórridos calores del verano insular y siempre vestía con una capucha negra, que contrastaba con el blanco de su cabello largo y su barba filosa, toda vez que portaba una bolsa con sus pertenencias, en la incluía “importantes documentos”, según solía declarar.

Acerca de su apodo hay muchas teorías, una de ellas relata que lo obtuvo de una novela francesa, mientras que otras sostienen que fue la gente quien empezó a llamarlo “El Caballero” un día, justo en la acera del Louvre, del Paseo del Prado.

Este querido personaje falleció el 12 de julio de 1985, en el hospital psiquiátrico de Mazorra, y según los diagnósticos de la propia institución padecía de parafrenia, una patología cercana a la esquizofrenia.

Sin embargo, su desaparición física de las calles no evitó que continuaran sus andanzas, ahora en el recuerdo de los habaneros y en las leyendas de esa Habana que lo eternizó en bronce y lo evoca diariamente.