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Conoce la historia cubana de Romeo y Julieta

Cierta es la aseveración del gran García Márquez cuando aseguró que la realidad siempre supera la ficción. Y esa máxima también puede constatarse en las historias de amor donde algunos casos reales parecieran hasta opacar leyendas o tragedias similares a las escritas por Shakespeare.

Cuba no es menos en ese sentido, pues en el devenir de nuestro pueblo son reiteradas las historias que versan sobre amores legendarios. Sobre uno de ellos, quizá el más recordado, te hablaremos hoy.

El primer divorcio y una de las casas más fastuosas de Cuba, se deben a una pasión escandalosa que los prejuicios no pudieron aplacar. Te invitamos a conocer la otra historia de Romeo y Julieta.

Hasta que la muerte nos separe... Se escurrió el susurro entre los caprichos del viento cuando, al pie de la supuesta tumba de Romeo y Julieta, en Italia, los cubanos Catalina y Juan Pedro se juraron amor para siempre a inicios del siglo pasado.

Ellos no se habían podido casar. Salieron juntos de Cuba; ella, odiada o admirada en silencio por la alta aristocracia habanera; él, más fuerte para soportar los desprecios sociales y redescubrir la felicidad después de haber enviudado. Ambos llenos de sueños. Y perseguidos porque Catalina era acusada del delito de bigamia. En Cuba se habían quedado sus hijos y su primer esposo que no le concedió la libertad para que se uniera al hombre que amaba.

Él, que quizás la hubiera dejado irse un poco más en paz, mandó a levantar a la dama un expediente judicial, atizado por su familia y los prejuicios de la época. Con la ley de por medio, se inflamaba una de las historias más escandalosas y tiernas, de la cual no perdió un solo detalle la alta sociedad habanera.

El amor comenzó en uno de los grandes salones de la aristocracia cubana. En un deslumbrante festín, la mirada de Catalina Laza encontró los ojos del caballero Juan Pedro Baró, uno de los principales hacendados de la Isla. El prefirió no reparar en que Catalina era casada. Se quedó mirando toda la noche a aquella criatura descrita por la prensa de su época como una maga halagadora, ganadora de concursos de belleza en 1902 y 1904, admirada por sus ojos redondos y azules y por su cuerpo de contornos demasiado hermosos.

Los dos cubanos sostuvieron un diálogo corto y protocolar, pero desbordado de ternura. Catalina empezó a sentirse inquieta, algo había deshecho al aparente equilibrio de su sólido matrimonio. Como solo saben hacer los buenos amantes, Catalina y Juan Pedro se vieron sin que nadie lo supiera. Pero sin esperar mucho, desesperados, quisieron hacer público su amor.

Ella se atrevió a pedir a su esposo Luis Estévez Abreu, hijo del primer Vicepresidente de la República, la disolución del matrimonio. No fue escuchada y se fue con Juan Pedro a vivir grandes alegrías, pero también momentos muy dolorosos.

Tuvieron que abandonar la Isla con destino a Francia. Aunque extrañaban la luz y los colores de La Habana, el familiar ambiente de París ambos, por distintas razones, habían vivido varios años en la Ciudad Luz, les aliviaba del viaje que había resultado tácitamente un destierro. A pesar de que Catalina no era todavía libre de su anterior matrimonio, los amantes se casaron por las leyes francesas. Necesitados de comprensión y apoyo, viajaron a Italia. La fuerza del amor les hizo traspasar los umbrales del Vaticano.

Fue entonces cuando contaron de sus penas al Santo Pontífice, que los bendijo, y dispuso la disolución del matrimonio de Catalina con Luis Estévez Abreu. Los amantes pudieron regresar a La Habana. En el día que le dedicamos a la historia, en Hablemos continuamos acercándonos a la conmovedora historia de dos cubanos que debieron luchar por un amor que muchos catalogaron de imposible.

Catalina Lasa y Juan Pedro Baró, se impusieron ante una sociedad hostil, mitos y prejuicios para defender la pasión que los unía. En 1919, al costado de una estrecha calle del Vedado que ahora conocemos como la Avenida de Paseo, empezó a levantarse un singular palacete inspirado, en sus formas exteriores, en el estilo del Renacimiento italiano. Los cimientos eran enormes, y los transeúntes se preguntaban para quién era tanto derroche.

La respuesta era un misterio que solo Juan Pedro conocía. La construcción, que marcaba un punto de giro en la arquitectura cubana moderna, constituía un nuevo y duradero desafío para la aristocracia. El secreto se develó quince días antes de inaugurarse la mansión en 1926: la dueña era Catalina.

El día de la inauguración toda la entrada estaba cubierta de tulipanes importados. En las invitaciones destinadas a la misma aristocracia que años atrás se había ofendido con el amor de Catalina y Juan Pedro, se anunciaron los regalos que todos recibirían: pinturas de famosos artistas del momento.

Un fino regalo que llega hasta nuestros días, le hizo Juan Pedro a Catalina. Sembró en los jardines de la casa una rosa única, nacida de un injerto hecho por floricultores habaneros del jardín El Fénix, y bautizada con el nombre de la enamorada.

Similar a esa rosa de pétalos anchos y bordes puntiagudos, amarilla como la soñó Catalina, pudo lograrse una mucho tiempo después. Pero solo cuatro años duró la felicidad. La salud de Catalina se fue desvaneciendo entre las lujosas paredes del palacete. Él se la llevó a Francia. Ella murió el 3 de diciembre de 1930, entre los brazos de su esposo.

El cuerpo de Catalina, embalsamado, llegó a Cuba en el vapor francés Meñique. Primero el esposo la enterró en una bóveda provisional mientras terminaban el panteón familiar, ubicado en el mismo centro de la Necrópolis, en la avenida Cristóbal Colón.

La voluntad de Juan Pedro era costosa: la parcela sobre la cual nacería el panteón, ascendía a casi 2 mil pesos en oro. El costo de la construcción de la eterna morada de Catalina, fue del medio millón de pesos. Al interior del panteón, de mármoles blanquísimos, entra todas las mañanas la luz a través de cristales franceses que conforman un encaje de rosas. En la entrada, dos ángeles a relieve sobre puertas de granito negro suplican paz para el alma de los enamorados.

Juan Pedro murió a diez años de haber enviudado. En 1940 fue clausurado el panteón de una manera inusual: sobre Catalina y Juan Pedro, se fundieron losas de hormigón in situ para que nadie pudiera profanar las tumbas. Se cuenta que él se hizo enterrar de pie para cuidar eternamente el sueño de su amada. La tumba nunca más se abrió, y hoy es visitada por muchos, como si se tratase de otra tumba dedicada a Romeo y Julieta, o a los amores intensos y difíciles.